EL HOMBRE QUE VELÓ LA HIGUERA
César Actis I. Brú

Dicen las viejas mujeres que el general había hecho, entre otras muchas, una cosa prohibida que enajenó su alma y la puso a hipoteca con el espíritu maligno.

Fue una noche de junio, el veinticuatro, apenas producido el solsticio de invierno, cuando alcanzó poder sobre el futuro.

Las fiestas del nacimiento de San Juan han sido desde antiguo propicia para aquellos que tienen deseos de adivinar el porvenir y ser sus dueños.

Y ésto en todas latitudes. Jaime García Terrés afirma, por ejemplo que en algunas islas griegas (las Espóradas, al oeste de Mileto) bajo el flamante sol de la mitad del día se realizan las "klídonas".

Allí -solsticio de verano- algunas muchachas reunidas llenan una vasija de barro con el agua de un pozo en medio del mayor silencio. Al mismo tiempo, en otra vasija, se calienta un pedazo de plomo hasta que funde.

Enseguida se vierte el plomo derretido en el primer recipiente lleno con el agua del pozo, mientras rezan algunas raras oraciones.

Como es natural, al enfriarse, el plomo endurece y adopta formas caprichosas.

Una de las muchachas lo toma entonces con sus manos y lo entrega a una anciana que preside el rito para que le prediga su futuro mediante la interpretación de esas formas. Y así, con cada una de las jóvenes presentes.

Siempre se juega con la necedad del hombre, con sus ansias de ser dueño del tiempo y del espacio.

Pero lo que dicen las mujeres viejas sucedió aquí nomás, a orillas del arroyo Genacito en un territorio entre los cuatro ríos, como el jardín plantado por Dios en Edén.

Y cuentan que el General así, de puro varón, sin miedo al diablo de la medianoche, puso su catre de campaña debajo de la "árbola" (dicen paisanos que la higuera es hembra) para velar y así, con los ojos abiertos, descubrir el instante preciso en que la higuera florece por brevísimos instantes (por única vez, con flor que parece una gota de cristal) para adquirir de ese modo el don de adivinar lo que vendrá.

Y hay que hacerlo antes que el diablo la arrebate y se la coma.

Y habrá sin duda que pactar con él para recibir un don

Siempre se juega con la ignorancia o con la necedad del hombre.

Vaya uno a explicar a los cuatro vientos una y mil veces que aquello que devoramos en las siestas calientes por el sol y el aire veraniego, o a la media mañana, ya enfriadas del día anterior, son las fragantes, débiles, sonrosadas florcitas de la higuera ocultas en el vientre del higo, protegidas con ese verde cuerito de teyú, acunadas por la tenue caricia de las hojas y nutridas por la leche del viento y de la savia. Vaya uno a explicar.

Volviendo al caso, dicen las viejas mujeres que al General lo vieron -con dos palitos en los párpados para aguantar los embates del sueño, arropado con su jerga de Potosí, calzados sus pies con botas curtidas en Areco- levantarse con el aire del alba, despues de haber visto "con estos ojos" (y permiso del diablo) la flor de la higuera aparecer bajo los suaves rayos de la luz de la luna como si fuera, ni más ni menos, una lágrima enorme recorriendo los tallos, los macoyos y los tiernos renuevos hasta el pie de la planta centenaria.

Y agregan que, sin duda, el General de la Nación miró y miró saciando la avidez de sus pupilas para adquirir más poder sobre el futuro y así "con estos ojos" poder mirar las horas que vendrían y entonces manejar a su antojo las haciendas, las vidas, los acontecimientos de los otros y tener (por adivino) una vida muy larga hasta que él mismo decidiera marcharse de este mundo.

Así lo vieron las mujeres viejas en esa mañana muy al alba desmontarse del catre de campaña donde había recibido - malplegado y entumecido de frío y ansiedad- la donación que se brindaba tan sólo a los varones capaces de velar y que -desasidos del sueño y embriagados de sí- se enfrentaran al diablo.

Las mismas viejas que mucho después marcharon a verlo a su palacio, en San José donde dormía para siempre, con su impecable traje blanco en el cofre mortuorio. Tenía una entrada de bala a la altura del pómulo, debajo de esos ojos que -dicen- vieron florecer la higuera en la noche de San Juan, y adquirieron poder sobre las horas que vendrían.

Pero este poder no se tenía en Viernes Santo.

Y parece que don López Jordán sabía eso.

También parece que por esa razón, don Justo José no supo que esa noche, mejor dicho esa tardecita de Viernes Santo de la Pasión del Señor, "iban a venir a matarlo".

A Rodolfo Martínez, de Nogoyá.





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