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Por Agustín Zapata Gollán
LA CAPITAL - Rosario, 2 de diciembre de 1979.

El "Paraiso" de Colón

En el siglo VI, San Isidoro de Sevilla afirmaba la redondez de la tierra. En una traducción del siglo XIII, de la obra del docto obispo hispalense, se vierte así, al castellano, del latín, la definición del mundo: "Mundos, tanto quiere decir como de toda parte movido"; y luego agrega: "o la semejanza del mundo es a manera de pella, o sea de pelota, o en semejanza de Huevo"...

"Et la tierra, continúa, es dicha rredonda en guysa de rrueda, onde es dycha en latyn orbys, que tanto quiere decir como rredonda".

De las cinco regiones en que se dividía el mundo, sólo tres se creían habitables: los tres continentes que bordeaban el Mediterráneo y cuyos confines se perdían en el misterio de las noches del norte y de los arenales de fuego de la zona tórrida; y entre ellos, el Asia, cuyo nombre le venía, dice el mismo San Isidro, de una reina famosísima. "Doña Asya", que reinó en tiempos remotos, era el más dilatado y él más rico.

No había en el mundo un lugar que reuniera tantas maravillas como el Oriente; los hombres, los animales y las plantas, excitaban la imaginación de los pueblos cristianos de Europa.

San Isidoro, que es el compendio de la ciencia antigua, cuenta hasta cincuenta y cuatro reinos dilatados y poderosos, y describe entre ellos, pueblos de pigmeos, viejos a los ocho anos, que apenas se elevan a dos codos de altura y que libran desiguales combates con las grullas, que a veces logran vencerles y llevarles por los aires y, como "contrapartida", pueblos de gigantes que libran enconados combates contra los grifos, bestias famosas, con alas y garras de águila y cuerpo de león; y regiones habitadas por gentes con las rodillas hacia atrás y los calcañares adelante; o con hombres con cabeza de perro que ladran en vez de hablar; o con un solo ojo, o sin cabeza y hasta se afirmaba la existencia de ciertos seres humanos que tenían como único sostén y alimento, el suave perfume de las manzanas.

Pero el "Mapa Mundi" isidoriano, no sólo describe la extraña naturaleza de los hombres de Oriente, sino los vestigios del Ganges, y la pimienta que crece en impenetrables y dilatados bosques en las cercanías del país de los pigmeos. Habla de Babilonia, que tanto preocupa a los viajeros y a los geógrafos de la Edad Media; de Caldea, donde "se funda primeramente la ciencia de la Astronomía" que es, dice, la ciencia que "fabla de un ordenamiento de las estrellas"; habla también de Arabia, donde crece el incienso; de Armenia, donde se levanta aquella montaña en la que se afirmaba que el Arca quedó barada al descender el nivel de las aguas del diluvio, y donde según algunos testimonios, todavía veían sus restos "los que van e vienen de la tierra de Ultramar"; y hasta descubre el paraíso terrenal, que es "un lugar deseoso de ver e lleno de todo deleite e de todo bien", aunque el muro de fuego que le circunda, con espantables llamas, que suben hasta el cielo, lo hace inaccesible a los hombres.

Pero a pesar de que desde la caída de Adán no volvieron a entrar en el seres humanos, se afirmaba que allí se conservaba aún el árbol de la vida, cuyo fruto libraba de la muerte al que lograra comerlo, dejándole en el mismo ser por toda la eternidad; y que en el centro de aquella tierra edénica, brotaba una fuente cristalina de donde nacían cuatro ríos: el Gehon y el Tyson, nombres del Nilo y del Indo, y el Tigris y el Eufrates, que después de regar el paraíso, se ocultaban en el seno de la tierra, para salir después a la superficie en distintas regiones del Oriente.

También en el siglo VI, vivió un cosmógrafo que tomó su nombre griego de sus andanzas por el mundo: Cosmas Indiocopleutes.

Este hombre andariego, había salido de Alejandría, su patria, con rumbo al Oriente, para ensanchar y dilatar sus actividades de mercader y para satisfacer, a la vez, sus deseos de conocer tierras remotas.

Después de sus andanzas por Etiopía; se internó por el Asia hasta Ceylán; que desde entonces se conoció en Occidente con el nombre de Trapobana, y regresó a Alejandría para rematar vestidos de estameña y con los lomos ceñidos por el cilicio de una orden monástica y escribir en la soledad y en la quietud de los claustros su famosa "Topografía Cristiana".

Este mercader trashumante, metido a monje para acabar sus días de trajín por el mundo, afirma, con Ja autoridad que le dan sus viajes dilatados, que la tierra está totalmente rodeada por las aguas de cuatro mares y que en el centro se encuentra el Paraíso Terrenal, rodeado por cuatro ríos, al pie de una muralla que cerraba el universo; y en afán de refutar a los sabios de su época que afirmaban la redondez de la tierra, sostiene que el tabernáculo de Moisés era la verdadera imagen del mundo y que con todos los astros estaba encerrado en un cofre oblongo, cuya parte superior la formaba un doble cielo.

Las teorías expuestas en la "Topografía Cristiana" sobre la ubicación del Paraíso Terrenal, y sobre la forma de la tierra, influyeron en toda la Edad Media, que encuentra en el Universo, como la obra más acabada y perfecta, la más cumplida realización de los principios inmutables de la armonía y el equilibrio, y es así como colocan aquellos cosmógrafos el centro geográfico del mundo en Jerusalén, sobre la línea recta que une el Paraíso Terrenal con las Columnas de Hércules. Las Columnas de Hércules, que se levantan frente al Mar Tenebroso, hacia el Poniente, imagen y figura de la muerte y de la noche del pecado; y el Paraíso Terrenal, colocado por Dios, en el extremo del Oriente, por donde nace el Sol, como un símbolo de la vida y de la resurrección.

Por eso los hombres de la Edad Media viven obsesionados por el Oriente, donde les llegan, de tarde en tarde, por lengua de algún arriesgado mercader o algún misionero o Legado de los Pontífices de Roma, las más desconcertantes y peregrinas noticias sobre las ruinas de la torre de Babel, los restos del Arca de Noé, barada, después del diluvio, en lo más alto del Monte Ararat, y el Paraíso Terrenal.

En el siglo XIII, con los relatos de los cruzados, se formó la "Flor de Historia de la Tierra de Oriente"; y en el siglo XV, poco antes del descubrimiento de América, el "Libro de las Maravillas del Mundo", con los del viaje de Marco Polo, los que recogieron a requerimiento del Cardenal Taleran, los del fraile dominico Fray Bieul, los de Fray Juan Hayton, los de Mandeville y los de Fray Odric, fraile franciscano.

Estas "Maravillas del Mundo" inspiraron a los ingenuos artistas que pusieron en el pergamino de los "Relatos" y en los Mapas y Portulanos, el comentario gráfico de sus miniaturas: leones rampantes, temibles defensores de ciudades amuralladas, mercaderes que platican amablemente entre gigantes negros, congregados en actitud orante, junto a la Meca; poderosos sultanes con azores y jerifaltes posados en la mano enguantada: barcos que llevan a bordo personajes que atisban, medrosos, la enorme ballena, que les persigue, mucho más grande que la nave; y después, Babilonia con sus murallas almenadas, la torre de Babel, el Arca de Noé, en lo alto de un monte y la Tartaria, dilatada y misteriosa, donde junto a una tienda de rica tapicería, un señor, sentado a usanza de moros, ostenta a los pies una filacteria con esta inscripción: "Magnus Tartarus", para advertir que son esos los dominios del Gran Tártaro.

En todos esos "Relatos" medioevales, se hablaba, además, de dos extraños y misteriosos personajes: "El Gran Can" y el "Preste Juan de las Indias".

Los dos señoreaban dilatados y riquísimos reinos; pero del Gran Can, señor de los Tártaros, se decía que era un pagano que anhelaba convertirse a la fe; mientras que el Preste Juan era un cristiano que había quedado aislado de la cristiandad entre pueblos de infieles.

Colón creyó toparse con estos legendarios personajes en su primer viaje, de ahí que llegado a las islas que le salieron al cruce en el Caribe, mandó a ciertos tripulantes que salieran a buscarlos pues estaba cierto que el Chipango y el Catay, o sea, Japón y China, quedaban a pocas jornadas de donde andaban sus carabelas. Y entre estos insólitos emisarios iba uno que "había sido judeo, dice Colón, y que sabia diz que hebráico e caldeo y aun algo de arábigo".

Porque Colón había salido de España como embajador de los Reyes ante el Gran Can en cuyas manos pondría las cartas que para él llevaba de Femando e Isabel.

Pero en estas tierras, donde crecían helechos gigantes y bambúes, y donde los bananeros extendían al sol sus hojas blancas y lustrosas, con transparencias y reflejos de seda, bajo las palmeras que abrían señoriales el abanico de sus copas, hombres y mujeres, en una desnudez paradisíaca, bailaban al compás de las maracas. Pero este era otro Paraíso, distinto del que hablaban las antiguas "Topografías Medievales".

En el tercer viaje de Colón, mientras rumbeaba hacia las islas del sur del Caribe no exploradas, después de la fatiga y penuria de las calmas del trópico, de la angustia del calor y de la sed torturante, mientras el sol ardiente hacía saltar los aros de los toneles y derramar el agua potable, sopló un viento del sudeste que aligeró y temperó la atmósfera y en las noches las estrellas brillaron, diamantinas, en un cielo despejado y claro.

Fue entonces cuando el Almirante creyó observar que la nave subía por un mar levantado como una montaña de agua, y el vigía, desde la cofa, alzaba la voz en el anuncio de tres altísimos montes que se elevaban en la lejanía, hasta que Colón, eludiendo unos bajíos, entró por un río donde la desconcertante elevación de las aguas se hace tan sensible y evidente que a pesar de haber curtido su ánimo con tanto mar embrabecido que desafiara en su vida de marino, confiesa la flojedad y apocamiento de su ánimo ante semejante inexplicable fenómeno.

En tales momentos, adquirió la evidencia de que la tierra tenía una forma distinta de la que él sostenía a todo trance, pues aquella elevación de las aguas lo llevó a afirmar que había llegado a la parte más alta del mundo, que en vez de ser redondo, tenía la forma de una pera; y escribe en su 'Diario de Navegación": "Yo siempre leí que el mundo, tierra y agua, era esférico"; y agrega: "Agora vi tanta disconformidad... y falle que no era redonda... salvo que es de la forma de una pera..." Y mientras la tripulación apeñuscada en la borda, atisba el paisaje entre exclamaciones de asombro y gritos de alegría, disipando los humores agrios y los ceños endurecidos de la travesía, el Almirante ensimismado sólo piensa que ha dado por fin con el Paraíso Terrenal que según los Topógrafos antiguos estaba en la parte más alta del mundo que, según sus cálculos, eran aquellos tres montes elevadísimos que anunció el vigía desde la cofa.




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