CAMPERADAS
Bernardo E. Aleman

Es todavía corriente en las zonas ganaderas del campo argentino, escuchar el adjetivo, la calificación de "campero", aplicado a una persona. Quizás sea lino de los galardones más apreciados, sino el más, que se puede otorgar a un hombre de nuestras llanuras pastoriles. Verdadera orden del mérito que no se obtiene por compromisos políticos, sino por muchos años de andar en la huella, mucha experiencia, baquía, lucidez, serenidad, señorío, en fin todos los atributos que llevan a un hombre a ganarse el respeto y la admiración de los demás. Orden del mérito que no la otorgan gobierno ni instituciones, sino el mismo poblador de la campaña, que califica en esa forma a quienes considera merecedores del título, por habérselo ganado en buena ley. Desde luego que para obtenerlo debe ser hombre de a caballo, jinete cabal, baqueano en todas las tareas ecuestres. Se trata pues de una verdadera "Orden de Caballería".

"Campero" es término y calificativo netamente rioplatense. Se lo usa en Argentina, Banda Oriental y Río Grande del Sur.

El Diccionario de Argentinismos de Lisandro Segovia, define a Campero como "persona muy práctica en las faenas de una estancia".

La denominación de tal no hace distingos sociales. Campero puede ser tanto un estanciero, como un mayordomo, capataz, puestero, mensual o tropero. Lo esencial es que domine las tareas rurales y además sea un hombre sereno, valiente, curtido, tenga buen trato y no se achique ante nada ni nadie. Para él no debe haber distancias que no pueda alcanzar, inclemencias que no pueda soportar, rumbos que no pueda encontrar, obstáculos que no pueda salvar.

Sabe arreglarse solo en los trances más difíciles. Domina el lazo y las boleadoras. Maneja con destreza el cuchillo; ya sea para carnear y despostar una res, lonjear y cortar un cuero, como también defenderse en un caso de apuro.

Sabe trenzar, echar un botón, tejer una bomba o un pasador, injerir un lazo, sobar un maneador. Con los caballos es maestro, tanto en el arte de amansar, como en hacer un chuzo para el trabajo o componer un parajero para correr en el camino. Su tropilla es siempre la más pareja y la mejor entablada. Domina a fondo la ciencia gaucha de la medicina veterinaria. No obstante ser "hombre de a caballo" conoce también de trabajos de "a pié": sabe tirar líneas de alambrados, entiende de molinos y aguadas, maneja el hacha, la pala y toda clase de herramientas como el mejor.

Es hombre muy conocedor de pagos, caminos, callejones, huellas, estancias, ferias, boliches; sabe por donde vadear un río o un arroyo, aunque no haya puente cerca. En todos lugares es conocido, bien recibido y tiene parada segura; no obstante, silo agarra la noche lejos de población, sabrá acomodarse y tender al raso el recado, aunque amanezca blanqueando el poncho con la escarcha.

He tenido la suerte de conocer varios criollos de esta laya; andar y trabajar con ellos. Muchos emprendieron ya el largo viaje, otros viven aún. Mayordomos como Juan María Collins y Serafín Espinosa. Capataces: Honorio Espinosa, Hernan Nuñez, Ramón Aguilera, Gregorio Castillo y Carlos Aroca. Puesteros que se llamaron Teófilo Rolón, Ricardo Torres, Justo Roda, Hermito Arce. Mensuales y domadores: Mauricio Alvarez, Eustaquio Molina, Camilo Rolón, Teófilo Sandoval, Pastor Sanchez, Lázaro Nuñez y muchos otros que sería largo mencionar.

Compartiendo juntos, trabajos, recogidas, arreos, viajes, pude ir conociendo y aprendiendo la ciencia campera.

Esa ciencia que se adquiere en largas jornadas de a caballo; de esas que entumecen al cuerpo y las piernas de tal manera que, al llegar a las casas y descolgarse al suelo, parece que se resistieran a dar un paso, obligándonos a caminar con dificultad y balanceándonos como pato mudo.


Paradas de rodeo

Jornadas que comenzaban muy de madrugada, oscuro todavía. La cita en esos inmensos potreros era un punto de referencia por todos conocido: el algarrobo de los nidos de loro, la isleta de la cruz, el bajo tal o el abra cual. En ese entonces, a excepción del mayordomo o capataz, que lo llevaban en el bolsillo del cinto o tirador, nadie usaba reloj. La gente se guiaba por las estrellas, tanto para calcular la hora, como para seguir el rumbo hasta el punto del encuentro. Cada uno tenía lo que llamaban su "estrella guía"; ella servía para caminar de noche sin perderse.

El que llegaba primero al lugar de la cita, encendía fuego para orientar a los compañeros; fogón que, en tiempos de invierno, servía para calentar pies y manos a quienes iban llegando engarrotados con la helada que, a esa hora, se abatía en toda su intensidad.

Incomprensible para quien no conozca la ciencia de la orientación gaucha, todos iban arribando puntualmente a la cita y entre bromas y jaranas, pitando un fuerte o chicando un naco, se aguardaba la orden de empezar el trabajo.

En ocasiones alguno se atrasaba y llegaba cuando la gente ya estaba en movimiento, fuera por que se le había "pegado el guiso" o por que anduvo perdido "como turco en la neblina"; el tal no se libraba de una doble contrariedad: la reprimenda del Capataz que, en caso de reincidencia, podía derivar en un "pegue la vuelta y preséntese en el Escritorio"; y las bromas le los compañeros que tendría que soportar el día entero. La condición de madrugador era una virtud muy apreciada y una cuestión de honor entre quienes se daban de camperos; aquel que claudicara en ese aspecto, debía sufrir las burlas o el desprecio de los demás.

Al empezar a aclarar, el Capataz repartía la gente convenientemente para comenzar la tarea. Hacía las recomendaciones a cada uno, según el sector que le tocara batir repuntando la hacienda. Si era hombre campero sabía tender una línea de avance, colocando los hombres equidistantemente era no dejar claros, ni hacienda rezagada al avanzar aquella.

Había que ser muy conocedor para ordenar y ejecutar la volteada correctamente, por más accidentes que tuviera el terreno.

La orden era marchar todos simultáneamente y en una sola línea. Para mantener el contacto, los "vuelteros" que ocupaban ambos extremos al llegar al fondo del potrero pegaban el grito y repuntaban la hacienda que tenían a su frente. Ese grito era repetido por los demás y corría como un de un extremo al otro de la línea. Era la señal para ponerse todos en movimiento a un mismo tiempo. Al avanzar de tal modo, el animalaje, impulsado por los gritos y atropelladas de los jinetes, abandonaba guaridas y querencias rumbeando al punto del rodeo. Los extremos de la línea se adelantaban formando un semicírculo que se iba estrechando galope de los vuelteros, hasta que estos se juntaban cerrando el círculo las inmediaciones del rodeo. A este sitio caían todos los animales y yeguarizos; en ocasiones venían también tropas de avestruces das con la hacienda. Difícilmente quedaba algo en el campo, a no ser estuviera imposibilitado de marchar.

En tiempos de verano se paraba rodeo todos los días para curar los enmoscados. Se salía bien temprano para mover la hacienda con la fresca; a las diez, cuando el calor apretaba, se largaba el rodeo.

En estas faenas se lucían los enlazadores y pialadores. Lo recuerdo al Ñato Espinosa, retacón y fornido, estribando largo y tocando apenas con la punta del pie el estribo de suela de entrada grande. Cuando terminaba el trabajo, antes de largar el rodeo, siempre me decía: "mirá aprendé, así se piala de a caballo", y al primer vacuno que se ponía a mano, le tiraba la armada por sobre el lomo como jugando, oportunamente cimbraba el lazo por el flanco del animal juntándole los pichicos y haciéndolo dar vuelta sobre la cabeza.

También, para diversión de la gente, hacía enlazar y voltear un vacuno que algún muchachón jineteaba, mientras él le echaba un pial de volcao "para que aprenda a salir parado".


Baños de Hacienda

En los meses de verano, de noviembre a marzo, en las zonas de garrapata era obligatorio bañar toda la hacienda una vez al mes. En ese entonces se utilizaba como único garrapaticida el arsénico. Es sabido que este producto provocaba fiebre en los animales que se bañaban y que ésta se hacía más fuerte con el calor ambiente. Tampoco se debía bañar la hacienda sedienta, dada la toxicidad del arsénico y el peligro que ingirieran el veneno al caer al bañadero. Por todo ello, en días de mucho calor se acostumbraba a trabajar de noche, con la fresca.

De todas maneras el rodeo se movía temprano por la mañana y se encerraba antes del medio día. Las ensenadas, por lo general, tenían depósitos con pasto y sobre todo agua abundante y allí la hacienda descansaba hasta el atardecer, en que comenzaba la tarea del baño.

La encerrada de esos grandes rodeos de más de mil y hasta dos mil cabezas, que venían de lejanos potreros, era toda una ciencia. Para comenzar había que ganarle al día saliendo bien de madrugada, cosa que al aclarar ya estuviera la hacienda en movimiento y al llegar el día, saliendo del potrero. La gente se distribuía por ambos costados del arreo, quedando una buena parte en la culata, con el Capataz que desde allí dirigía toda la maniobra.

El arreo debía mantener una marcha constante y uniforme, sin detenerse, sin cortarse, sin disparar. Si llegaba a detenerse, los terneros de la culata con seguridad buscarían volver al campo y detrás de ellos se irían las 'madres y todo el rodeo, siendo imposible sujetarlos por más esfuerzos que se hicieran. Para que esto no ocurriera, los peones de los costados debían apurar constantemente la hacienda, cosa que la cabeza del arreo fuera haciendo punta y detrás de ella se viniera solo todo el rodeo. Si era necesario se cortaba una punta en la delantera y se la arreaba a modo de señuelo entre dos o tres hombres, para que el arreo la siguiera por detrás. De esa manera el rodeo se iba solo y en la culata bastaba con atajar los terneros, que eran siempre los que hacían el zafarrancho porfiando por volver a la querencia.

Al llegar al límite del potrero, el Capataz mandaba abrir el alambrado en un torniquetero puesto allí de exprofeso. Se abría un claro de unos doce a quince metros, cosa que pudiera pasar fácil el rodeo, sin volverse ni arremolinarse. Esto era fundamental, pues si se pretendía sacarlo por la tranquera acostumbrada, al no poder hacerlo con la rapidez suficiente, sin detener la marcha por lo angosto de aquella, seguro que la culata se sentaba y empezaba a volverse por más esfuerzos que se hicieran por sujetarla. Para más seguridad y evitar que los terneros se refugaran, el Capataz hacía bajar unos cuantos hombres del caballo para que atajaran de a pie hasta que el arreo terminara de pasar el portillo abierto en el alambre.

Una vez dejada la querencia del potrero, la hacienda no porfía tanto por volverse; de todas maneras conviene mantener un ritmo sostenido de marcha, evitando siempre el amontonamiento de animales en la culata. Para ello el Capataz mandaba hacer dos o tres cortes en el arreo para que así fuera más liviana la tropa. Esos cortes sin embargo, no debían apurar tanto la marcha que perdieran contacto con los que venían detrás; cada lote hacía de señuelo al que precedía y de esa manera la tropa se iba sola sin mayores sobresaltos. El peligro siempre estaba en la culata, donde venían los más mañeros y una gran proporción de terneros; si ésta quedaba cortada a porque los punteros apuraban demasiado, se ponía muy pesado su arreo y empezaban las corridas detrás de los refugados; la gente se cansaba y los montados se aplastaban; corriéndose el riesgo de desparramar terneros por los potreros o campos vecinos.

Si había mucha ternerada tierna, porque el rodeo estaba en parición, se agregaba un carro o chata provisto de improvisadas barandas, donde se iban cargando los más chiquitos y aquellos que daban muestras de cansancio.

Llegando el arreo a la ensenada, se carneaba, se hacía fuego y con la carne palpitante aún, se ponían los asados a la parrilla para churrasquear al medio día. Mientras se asaba la carne, el personal cambiaba de caballo para empezar el trabajo enseguida, si todavía era temprano y hacía fresco; si no se dejaba para la tardecita cuando refrescara.

Una vez comenzada la bañada, se continuaba hasta terminar. Si se trabajaba de noche, dos faroles incandescentes colocados estratégicamente en la manga y en la caída del bañadero, alumbraban lo necesario para realizar la tarea sin mayores inconvenientes.

Ubicado sobre una plataforma encima del brete, el Capataz dirigía toda la maniobra, controlando tanto los embretadores y la hacienda que entraba a la manga, como la que caía al baño y la que iba saliendo al escurridero; vigilando sobre todo, no se produjeran taponamientos en el bañadero, con riesgos de algún animal ahogado o intoxicado por tragar el fluido arsenical. Desde esa posición estratégica, manejaba también la tranca corrediza, dando entrada o cortando la caída al bañadero.

La largada de vuelta al campo de esos grandes rodeos, también tenía su ciencia. A la inversa que en la recogida y encerrada, había que colocar en la cabecera la mayor parte de la gente, atajando la hacienda que porfiaba por regresar a la querencia. Si no se hacía así, podía ocurrir una disparada de la tropa, llevándose por delante tranqueras, alambrados y cuanto se opusiera a su paso.

Hay que considerar que el rodeo llevaba un encierro de 24 horas por lo menos, y aunque los depósitos tuvieran agua y pasto nunca bebían y comían a estómago lleno. Además las madres, en su gran mayoría, extraviaban las crías en la confusión, y porfiaban desesperadas por volver al potrero donde creían las habían dejado.

De salida no más, se atajaba todo el rodeo hasta que el último animal hubiera traspuesto la puerta de los corrales. Luego se comenzaba a marchar despacio, evitando la disparada y esperando a la culata donde venían siempre el chiquitaje, los bichocos y los toros mañeros.

En el viaje de retorno los portillos de los alambrados debían estar bien abiertos y con suficiente anticipación a la llegada del arreo, caso contrario éste podía llevárselos por delante con el consiguiente riesgo de postes quebrados, hilos cortados y animales estropeados.

Una vez de regreso en el potrero se sujetaba y rondaba la hacienda en un estero o laguna donde pudieran beber a discreción sin molestarse entre sí, al mismo tiempo que las madres tenían oportunidad de encontrar sus crías. Cuando el rodeo se había sosegado y se lo veía comiendo a boca llena, mientras los terneros mamaban a topetazos de las ubres colmadas de leche, los peones, a una señal del Capataz, abandonaban la ronda al tranco, retornando a las casas entre bromas y comentarios de los episodios transcurridos en la ruda jornada de esa faena campera.

Por más que se previeran al detalle los posibles contratiempos, no faltaban disparadas y corridas detrás del vacuno matrero; tiros de lazo, rodadas, caídas, animales bravos que atropellaban, lazos cortados que chicoteaban dejando el tajo; en fin, todas las alternativas propias de esos trabajos bravíos, donde cada jinete trataba de sobresalir sobre los demás, como en un torneo de las antiguas caballerías.

El Capataz campero, además de dirigir todo el trabajo con singular capacidad y maestría, sobresalía también individualmente en las corridas, enlazadas, embestidas y pechazos para sujetar a los matreros que solo entendían del rigor de un caballazo para aquietar sus ímpetus y volver mansamente al rodeo.

En esas ocasiones lucía también su habilidad de "parador" el hombre que sabía "echar el dos" en una rodada en toda la furia; así como debía sufrir las burlas y risas de los compañeros el que quedaba apretado debajo del caballo.

Hablando de "paradores", recuerdo una anécdota que me supo contar un viejo Mayordomo de ascendencia irlandesa. Siendo criatura todavía, su padre, hombre muy campero y de a caballo, para demostrar s baquía y como si fuera jugando, se hacía pialar el caballo llevando al hijo con él, para salir corriendo adelante con la criatura en brazos. Como carecía aún de uso de razón, no supo de la hazaña del padre hasta que llegó a hombre y tuvo oportunidad de estar presente en un encuentro entre aquél y el amigo cómplice de la misma. Allí escuchó azorado cuando ambos rememoraban el episodio del que había sido parte involuntaria e ir consciente; "¿te acordás -le decía el amigo al padre- cuando yo te pialaba el caballo y vos llevabas a éste, que era una criatura en el recado, para demostrar que sabías salir parado con el chico en brazos?".

Un hermano de este Mayordomo a que hago mención, heredó también la habilidad del padre y la satisfacción de hacer alarde de su condición de "parador". En ocasión en que se estaba haciendo una plantación de paraisos en una estancia nueva, llegaba con su montado enderezaba a la carrera a los hoyos recién cavados para provocar la roda y "echar el dos" ante la vista asombrada de los patroncitos, que admiraba y aplaudían las demostraciones de baquía y dominio de la equitación gaucha.


Antiguas Hierras

Volviendo a los trabajos de hacienda, antiguamente las hierras se hacían a lazo y "volteando a la uña". Siendo chico alcancé a presenciar alguna de éstas y me quedó grabado el cuadro de esos grandes rodeos que aturdían con su balerío, el ir y venir de los enlazadores, el alarido de los volteadores cuando el animal volaba por el aire y la tremenda polvareda que se levantaba envolviendo toda la escena.

Se encerraba el rodeo en la ensenada, se desterneaba a puerta corral y luego se iban sacando los terneros enlazados. Entraban dos o tres enlazadores y las yuntas de volteadores los esperaban en la puerta.

En ese entonces las peonadas eran en su mayoría correntinas, de ahí que se impusiera el sistema de voltear a la uña y que aún se mantiene hasta el presente.

Cuando el enlazador transponía la puerta del corral, ya el "colero" venía prendido y haciendo pie para que el animal no disparara; no bien este salía afuera, el "cabecero" se corría por el lazo y se le afirmaba abrazándolo por el cogote con la mano derecha, mientras con la izquierda le sacaba la armada; a la voz de "aura" y a un mismo tiempo el cabacero le trancaba las manos con la pierna o el brazo derecho, mientras el colero lo levantaba de la cola perpendicularmente; el ternero daba una voltereta en el aire y caía sobre el flanco derecho. Inmediatamente era apretado en el suelo, sentándose el cabecero sobre las costillas y recogiéndole la mano izquierda para que no intentara incorporarse; mientras el colero, sentado en el suelo, pegado a la cola para que no lo coceara, le tomaba la pata izquierda fuerte hacia atrás y afirmándose con los dos pies en el garrón de la pata derecha. De esta forma quedaba totalmente inmovilizado y podían proceder quienes estaban a cargo de la tarea, a capar, descornar, señalar y marcar.

Era un trabajo aparentemente bruto y salvaje, pero difícilmente se estropeaba o quebraba algún ternero, como suele suceder a menudo cuando se voltea a pial.

Las hierras se hacían en los meses de Mayo o Junio, de manera que la tenerada estaba desarrolladita y vigorosa, alcanzando los diez u once meses de edad.

Para voltear a la uña no hace falta fuerza sino baquía; el colero cumple la parte más importante, sujetando primero el animal para que no se vaya encima del cabecero y luego levantándolo de la cola en el momento preciso que pega el brinco. Debe haber perfecta coordinación en la yunta y entendimiento, para que simultáneamente con la acción del colero, el cabecero tranque las manos del ternero y así solito, llevado por su mismo impulso, se de vuelta en aire y caiga de lomo en el suelo.

El secreto reside en saber aprovechar el ímpetu del animal que brinca por soltarse cuando se siente tomado de la cola y de la cabeza. Por eso, mientras más arisco es el vacuno, más fácil se lo voltea.

He visto y se ve aún, aunque se va perdiendo esta costumbre, voltear vacas grandes a la uña, por hacer una chacota.


Señalada a campo

Hoy la marcación propiamente dicha se hace en la manga, coincidiendo por lo general con la edad del destete. Pero la señalada, castrada y descornada, en muchos establecimientos se sigue realizando a campo y lazo, cuando los terneros son tiernos aún.

En los potreros grandes que hasta hace poco no se habían subdividido, se trabajaba el día entero, parándose la mitad del rodeo a la mañana en un extremo del campo y la otra mitad a la tarde, en el otro extremo.

Se llevaba en un carro, carne, leña y los utensillos necesarios; y los peones sus caballos de refresco, de tiro o en tropilla a cargo de un caballerizo. Se churrasqueaba en el campo al medio día, agregándo comúnmente a los asados algunos huevos de ñandú frescos, recogidos la volteada; éstos se cocinaban al rescoldo dentro de la cáscara, a la que practicaba un orificio en la punta para poder revolverlo con un palito; una vez a punto se agrandaba el agujero y se comía a punta de cuchillo el sabroso revuelto, que alcanzaba para tres o cuatro comensales por huevo.

Era un trabajo que rendía sin que se fatigara la hacienda con grandes movimientos. Esta conocía perfectamente el punto del rodeo y penas sentía los primeros gritos de la peonada, rumbeaba solita al lugar del mismo. Allí, con dos o tres atajadores era suficiente para sujetarla, mientras los demás hacían el resto del trabajo. Eso sí, llegado el medio día e necesario aflojarle, porque empezaban a porfiar por volver a sus pastaderos, y no había atajadores que la retuvieran.

Cuando los enlazadores eran buenos y no surgían imprevistos, podían hacer más de docientos terneros por día.

Había hombres baqueanos para el lazo; todavía los hay, por que felizmente se sigue utilizando mucho esa herramienta y aunque los potreros no son tan grandes como antes, las señaladas y otras tareas se siguen haciendo a lazo.

Algunos enlazadores, sin ser floridos, son muy rendidores; tirando por sobre el brazo o de cachetada, con armada chica y pocos rollos, agarran un ternero tras otro sin errar tiro, atorando a los volteadores sin darles resuello. Otros son más lúcidos, enlazan contra el campo, de derecho o de revés, con armada grande y varios rollos.

Recuerdo a un veterano, jubilado como puestero, a quién se continuaba ocupando para las señaladas por su seguridad enlazando. Hacia orillar el rodeo al animal que quería agarrar, le daba punta y le tiraba con todos los rollos, la armada quedaba parada una fracción de segundo frente al ternero y cuando este metía la cabeza le daba el tirón justito para cerrársela en el cogote. Cuando le tocaba enlazar a Don Hermito Arce -que así se llamaba el criollo-, todos suspendíamos la tarea que estábamos haciendo para gozar del espectáculo, que ocurría en contados segundos y a toda carrera.

He conocido muchos y buenos enlazadores, pero pocos como Hermito Arce. Entre otras habilidades y variedad de tiros que sabía, le vi enlazar terneros por atrás, haciéndole pasar la armada por el anca y los cuadriles. Empleaba este difícil tiro con esos terneritos porfiados que se volvían del rodeo o la tropa en marcha y miraban al campo sin que hubiera quién los atajara e hiciera retornar. Como tampoco daban ángulo suficiente para tirarles al pescuezo, se les ponía a la par, arrojaba la armada al anca, al mismo tiempo que apuraba y abría el caballo, de manera que aquella al cerrarse, pasaba por debajo de las patas y se cerraba en el cogote o los sobacos. De cualquier manera volvía siempre con el matrero al rodeo o la tropa en marcha.


Capataces

Otro hombre seguro para el lazo era Castillo; Gregorio Castillo o Chacho Castillo como lo llamaban comúnmente. Se jubiló de Capataz y hoy es difunto lo mismo que el mentado Hermito Arce.

Con él sabíamos ir a sacar toros del monte, de esos que se hacen matreros, se ganan en los mogotes más tupidos y fieros y no hay Cristo que los haga salir ni echándole los perros. Como tampoco se los podía enlazar en esa guarida, había que usar de alguna estratagema para que asomaran la cabeza y dar lugar a enguascarlos. Primero se lo empacaba y embravecía con los perros, luego un jinete bien montado hacía recular el caballo, dando el anca hasta introducirla en el mogote para tentar al bicho. Esa era la triste tarea que me tocaba a mí; si el enlazador erraba el tiro, difícilmente me escapaba entre el monte, donde no podía correr, que el toro me alcanzara. Pero le tenía confianza a mí compañero y nunca me falló.

Cumplida la tarea de los perros, la bravura lo perdía solo al animal, pegaba un bufido y atropellaba al caballo poniéndose al descubierto ya tiro para que el Capataz le cerrara la armada en las guampas. Otro lazo se ceñía también en la cabeza para evitar que el toro se volviera sobre alguno de los jinetes. Así lo llevábamos hasta el lugar donde se encontraba el señuelo, para luego, una vez rejuntados todos los alzados, animarlos a los potreros de descanso.

Otro capataz muy campero a quien ya mencioné -Honorio Espinosa-, hoy jubilado pero a quien suelo todavía ver de a caballo en algún cruce, me supo enseñar una vez como se hace para sacarle las mañas a esos toros bravos que se las dan de malos.

Un día veníamos arreando entre los dos un lote de toros para largar a servicio en los rodeos. Había uno que cada tanto se empacaba y nos daba frente amagando atropellarnos; cada vez se ponía más engreído y hasta nos erró cerquita unas cornadas, obligándonos a sacarle el caballo en cada embestida. Al final sé calentó también el Ñato Espinosa y me dijo: "ahora vas a ver lo que le hago a este guacho, en cuantito se empaque de nuevo". Andaba montado en un zaino mestizo, pero fuerte y de mediana alzada, que era como pistola de bolsillo para la atropellada. Así fue: no bien el toro volvió a empacarse haciendo mención de encaramos, le cerró espuelas al zaino y antes que el bicho tuviera tiempo de reaccionar le encajó un bruto caballazo entre las dos guampas sentándolo de culo sobre los garrones. Se acabó el malo, de ahí en más siguió mansito al rodeo junto con sus congéneres.

Sé de otros criollos que también eran capaces de esta hazaña, pero yo no he vuelto a ver jinete que haga tal demostración de baquía campera, coraje, precisión y dominio del caballo. No dudo que una suerte como ésta, hubiera merecido el aplauso del público en un ruedo de toros de la Madre Patria.

Honorio no domaba porque las funciones de Capataz no le dejaban tiempo para ello, pero era un jinete en todo el sentido de la palabra. Continuaba los caballos recién enfrenados que entregaban los domadores; animal que agarraba fija que sacaba un chuzo. Su tropilla se lucía siempre por lo pareja y entablada; dentro y fuera del campo.

Como capataz controlaba a los domadores y los ayudaba en los primeros galopes apadrinándolos. En esta tarea era una garantía, si el jinete seguía sus indicaciones seguro que ganaba la partida. Con solo verlos presentía las mañas y las cualidades de cada potro; mientras apadrinaba, le iba dando las instrucciones necesarias al domador.

No se recibía ningún caballo como hecho sin el visto bueno del Capataz. Los animales se entregaban mansos de freno y de lazo; también tenían que saber formar dando frente en la ronda de la tropilla.

El procedimiento para entablar los redomones y enseñarles a formar es simple y lo aprenden enseguida; se intercalan en la ronda los potros embozalados con los mansos, se van acollarando un potro con un manso, dejándolos en esa posición durante un buen rato. Después de repetir esa operación varios días, se los hace formar solos con la yegua madrina, ayudados por un lazo o maneador a manera de ronda y una picana para obligarlos a dar frente. A la voz de "frente, forme caballo" se los hace alinear correctamente. Luego se saca el lazo que los sujeta por delante y se los deja un rato quietos para que se acostumbren aparar. Se embozalan los que se van a ensillar y se retiran de la ronda sin permitir que los demás se muevan de su sitio hasta que no se les de la orden.

He visto redomones con pocos galopes, formar correctamente en el corral junto a la madrina veterana y permanecer en la ronda hasta que se sacara el que se iba a ensillar y luego se diera puerta a la tropilla para que saliera.

Con tropillas bien entabladas y enseñadas a formar, se agarra caballo en cualquier parte. He tenido tropilla que paraba y formaba aún en medio del campo, sin tener cerco donde recostarla.


Desternerada

Llegada la edad del destete de los terneros, se procedía a su aparte y traslado a los potreros reservados de antemano para tal fin. Ese trabajo, que hoy se hace pasando la hacienda por la manga, antes se efectuaba a campo y a pata de caballo. El motivo de esta costumbre no era otro que la gran distancia que mediaba de los potreros a la ensenada y la dificultad e inconveniencia de mover rodeos tan grandes muy seguido. Se procuraba hacerlo lo menos posible; de ahí que se optara por apartar los terneros en el rodeo y venir solo con ellos hasta las ensenadas.

En esta faena se lucían los pingos y los buenos jinetes. Para aliviar al montado y evitar quedar atracado en una rodada, se trabajaba en pelo; solo un cuerito o matra y un pegual apretándolo.

A unos docientos metros escasos se colocaba el señuelo a cargo de un atajador. Entraban dos o tres yuntas, según la cantidad que hubiera que apartar, y comenzaban a sacar de a uno y también de a dos y de a tres si se presentaba la oportunidad.

Había que andar rápido porque en una parada de rodeo debía salir todo lo que estuviera en edad de desmamantar. Terminado el aparte, inmediatamente se llevaba el lote a encerrar en los corrales de la ensenada, donde permanecía cuarenta y ocho horas por lo menos a ración de pasto seco.

Las yuntas de apartadores se relevaban cada tanto, entrando otras mientras las primeras cambiaban de caballo y luego quedaban atajando hasta que les tocara entrar nuevamente a apartar.

El regreso a los corrales de encierre se hacía al trote y a veces al galope. Era la parte más dificultosa de la tarea; los terneros porfiaban constantemente por volverse, en cualquier descuido se armaba el desparramo y en contados segundos se esfumaba la tropa que tanto costó armar. Era necesario alejarlos rápidamente del rodeo, donde quedaban las madres llamándolos con su triste balerío, atajadas por varios jinetes para que no siguieran detrás del aparte. Una vez transpuesta la tranquera del potrero y alejados de la querencia, comenzaban a sosegarse y a seguir la huella.

En esta tarea el señuelo prestaba una ayuda inigualable. Además de servir de punto de reunión para los animales que se iban apartando y que allí se sujetaban, guiaban luego la tropa en el trayecto a los corrales, marchando al trote largo y embocando fácilmente las puertas que había en el camino; puertas que si no se pasaban ligero y limpiamente, podían ser motivo de un desbande que difícilmente se recuperaba.

En una ocasión en que un destete como de quinientos terneros venía costeando un alambrado junto a la vía del ferrocarril, acertó a pasar un tren de pasajeros que llevaba el mismo rumbo que el arreo. Con el fragor del convoy la ternerada se espantó y buscó campo afuera; la peonada a la carrera les hizo costado, consiguió atajarlos y les dió punta que dispararan a la par del alambrado y del ferrocarril. Alineada la gente a su costado, siguió corriendo en toda la furia un trecho largo, hasta que el tren se adelantó y los animales se sosegaron retomando su trote acostumbrado.

Los pasajeros del tren, entre tanto, amontonados en las ventanillas seguían y aplaudían entusiasmados la brillante demostración campera, que esos jinetes criollos les brindaban gratuitamente. Al llegar a la Estación, un Inspector de Remonta del Ejército que venía viajando, se bajó a saludar y espectáculo que habían tenido oportunidad de contemplar.

Escenas como éstas eran comentes entonces y aún suelen ocurrir aunque no tan a menudo, con la diferencia que no cuentan con la presencia masiva de público, como sucedió en esa oportunidad circunstancial.

No puedo dejar de recordar algunos hombres que sobresalían corriendo en el rodeo, por el buen manejo del caballo y por lo bien montados que siempre estaban. Esto era consecuencia, en gran medida, de la buena equitación que practicaban. Se me dirá que el criollo no tenía escuela de equitación alguna; sin embargo se distinguía y se distingue aún fácilmente el jinete que monta bien del que no lo sabe hacer, aunque este último sea un campeón de las domas folklóricas. El primero hace rendir mucho más su monta que el segundo. Uno no se desarma nunca en el lomo del yeguarizo y da la sensación que éste trabajara solo y con toda facilidad como si no llevara nadie encima; el otro anda siempre desairado, desacomodado, sofrenando a destiempo, cambiando las riendas de mano para dar vuelta, trastornando al animal con quién difícilmente llega a entenderse alguna vez.

Espinosa, Castillo, Ricardo Torres, Lázaro Nuñez, Rafael Gomez, Mauricio Alvarez, Carlos Aroca y otros más que sería largo enumerar, son los hombres que conocí y que se distinguieron, ose distinguen todavía, por su buen manejo y perfecta "equitación gaucha", como diría el desaparecido y siempre recordado Don Justo P. Saenz.

A muchos de ellos los he visto hacer en los trabajos de aparte, un lujo que hoy ya no se repite: al sacar el animal calzado entre los caballos, comenzaban a cachetearlo con el montado, alternativamente uno y otro jinete, de manera que se lo iban pasando como una pelota hasta llegar al señuelo. Esta suerte, realizada a toda carrera, significaba tener un gran dominio del caballo, del tiempo y de la distancia; cosa que el vacuno no se atravesara por delante de alguno de los dos, ni se pelara para atrás dejando pagando a ambos.


El Señuelo

En la mayoría de las estancias, hace cuarenta y más años, se utilizaba el señuelo para todos los trabajos grandes de hacienda vacuna: rodeos, apartes, arreos, encerradas, etc. Hoy prácticamente no se ven ni se conocen. En algunos campos sobre la costa del río Paraná, aún se emplean para entrar y salir de las islas, según sea la bajante o la creciente del mismo. Ayudan eficazmente a cruzar riachos y arroyos, haciendo punta y guiando a la tropa que los sigue, cuando hay que azotarse en los pasos de agua.

El señuelo lo componen de diez a veinte novillos con un madrino. Se los enseña a andar siempre juntos, a entrar y salir de los corrales haciendo punta en las puertas al grito de "fuera buey"; a permanecer quietos en la orilla del rodeo mientras se apartan los animales que se van incorporando al mismo hasta formar la tropa; a vadear ríos y arroyos azotándose en el agua a la cabeza, para que lo sigan los demás vacunos. Señuelo se denomina el conjunto de novillos o bueyes que lo constituyen. Cada animal individualmente se llama "señuelero" o simplemente "buey".

El último señuelo que conocí, hace de esto treinta y siete años, lo integraban veinte novillos overo colorados y un madrino rosillo; este último llevaba un cencerro al cogote ceñido por una guasca con botón de madera.

Prestaba incomparables servicios en los arreos, en los apartes, en las encerradas. El peón encargado del señuelo usaba un arreador largo que hacía chasquear, sonando como un tiro. Con este chasquido y el grito de "dentro buey" o "fuera buey" era suficiente para que puntearan guiando la hacienda, que se venia solita detrás de ellos. Concluido el arreo, encerrada la tropa o largada a un potrero, siempre se apartaba y retiraba el señuelo a otro corral o piquete, para que no perdieran la costumbre de andar juntos.

Este último señuelo que conocí se vendió en un remate grande, después de haber prestado su postrer y utilísimo servicio en la preparación de los lotes para la venta.

Como se trabajaba en cuatro o cinco rodeos simultáneamente, se fraccionó el señuelo en otros tantos grupos de señueleros; y así iban y venían llevando y trayendo los lotes a medida que se constituían, o bien permanecían echados rumiando a orillas de los rodeos mientras se apartaban los animales a pata de caballo.

Nunca olvidaré esos bueyes guampudos, overo colorados, que tantos servicios prestaron y que en la última faena de su vida parecía hubieran cobrado conciencia de su importancia y responsabilidad, aunque con ella su destino estaba sellado.

Fue el último señuelo; no he vuelto a ver otro trotando a la cabeza de un arreo o punteando a la entrada de los corrales; no se los ve más echados mansamente ala orilla de los rodeos, ni se siente el grito de "fuera buey", junto con el chasquido del arreador del peón señuelero.


Conclusión

Costumbres camperas que se van yendo con el tiempo. En algunos pagos y estancias se conservan todavía; pero son cada vez menos.

Es ley de vida que los hombres y las cosas pasan y no retornan, y las costumbres cambian y se transforman. Nos guste o no nos guste hay que adaptarse a estas circunstancias.

Sea como sea, es bueno recordar y revivir lo que uno ha conocido en tiempos que fueron y andando por esos campos de Dios. Gente campera, trabajos camperos, jornadas a lomo de yeguarizo por detrás del vacaje. Arreos, viajes, noches al raso. También fiestas y bailongos de regresar con las luces del día, mientras el sufrido pingo aguardaba atado al guardapatio del rancho.

En fin, toda una era del caballo y del jinete, propia de nuestro bendito suelo americano que va tocando retirada.


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